Hoy durante la misa, se me ha ocurrido que debía dar gracias a Dios por la educación sexual que recibí de mis padres
La educación sexual de la abuela Enriqueta
Álvaro tiene catorce años y es un buen chico aunque algo bocón, por eso metió la pata.
Resulta que fue al pueblo a ver a su abuela y de paso a ponerse al día con la empanada que cocina doña Enriqueta. Por la noche se quedaron a ver la tele y a la abuela no le parecieron bien algunos comentarios, un pelín obscenos, del presentador. Álvaro entonces puso esa cara de situación que usa cuando está con sus amigas y soltó:— Mira, abuela, tía, lo que pasa es que a ti no te dieron clase de educación sexual y estás reprimida.
Doña Enriqueta sonrió:— O abuela o tía… Las dos cosas no.
No dijo más. Pero, de vuelta en Madrid, Álvaro recibió una carta.
"Queridísimo Álvaro: Mira que eres bruto, hijo mío. También eres bueno y cariñoso cuando quieres; pero de vez en cuando se te resfría la lengua de tanto sacarla a pasear.
Ya sé que a éstas alturas ando todavía dolida por la impertinencia que me soltaste el domingo. No te preocupes; no necesitas pedirme perdón. Pero he pensado que a lo mejor te venía bien una respuesta serena de tu abuela Enriqueta.
Lecciones en casa
Mira, Alvarito. Hoy durante la misa, se me ha ocurrido que debía dar gracias a Dios por la educación sexual que recibí de mis padres. Sí, hijo, sí. Estoy persuadida de que he tenido una formación sexual de primera clase.
Como primera lección, me regalaron cuatro hermanos y tres hermanas… No sé si comprendes lo importante que es eso. Ahora hay demasiados hijos únicos, como tú, que crecen sin saber lo que es una hermana. Yo supe enseguida que los chicos y las chicas éramos muy diferentes, y aunque vivíamos juntos y hablábamos de todo, sin hacer misterios, mis padres pusieron a los chicos en la habitación grande de arriba y a nosotras en la de abajo. Como la casa era pequeña y no daba para más, con el cuarto de baño había problemas; pero nunca se nos ocurrió compartirlo con ellos.
Yo por aquella época era algo impúdica para mis cosas, y un día –debía tener once o doce años- mamá me dijo que, cuando entrara en el baño, cerrase el pestillo por dentro.
Tarea de los padres —¿Y qué más da?, le dije, entonces me habló del pudor. No podría repetir todo lo que me dijo, pero sí el final:—Mira, Enriqueta, si algún día te regalan una joya, la guardarás en un joyero, y si es muy valiosa, en una caja fuerte; no la tratarás como un juguete, ¿verdad? Bueno, pues Dios ha puesto en tu cuerpo algo más precioso que un diamante. Guárdalo con agradecimiento hasta que lo entregues por amor.
Por cierto, Álvaro, ¿habéis dado ya esa asignatura en el cole?
Es cierto que de pequeños nos contaban eso de la cigüeña; pero también me dijeron que existían los reyes magos, y ninguna de las dos fábulas nos marcaron especialmente. A los tres años descubrí que Melchor era papá, y ya por entonces ya sabía que, cuando mamá se ponía gordita, es que esperábamos un niño.
Más importante fue la lección que me daban mis padres queriéndose. Lo bonito de aquel cariño es que era tan real e irrebatible como los embarazos periódicos de mi madre; pero también era pudoroso… ¿Cómo explicarlo? Nunca se hacían arrumacos delante de nosotros –tampoco se peleaban. Sin embargo sabíamos que entre ellos había un amor fuerte como una roca, no un enamoramiento de telenovela. Y entendíamos –esta era la gran lección– que ese amor debía expresarse en un ámbito íntimo, sagrado, al que ni siquiera nosotros teníamos acceso.
Lo más natural
Así aprendí, por ejemplo, que las caricias y besuqueos en público (perdona que sea tan gráfica), además de ser vulgares y de mal gusto además de envilecer el amor y sacarlo del ámbito natural.
No necesité un cursillo para aprender que, si el amor es auténtico, no se exhibe en la vía pública. Es como aquel tesoro escondido en el campo, del que habla el Evangelio, que, cuando uno lo encuentra, "lo vuelve a enterrar" antes de venderlo todo para quedarse con el campo.
Volver a enterrar el amor cuando se encuentra, es una forma de protegerlo de los mercaderes; es hacerlo crecer como una planta para que eche raíces cada vez más hondas y ramas cada vez más libres y frutos cada vez más sabrosos… Lo siento, Álvaro, me he puesto cursi. Sólo quería decirte, para terminar, que de "fontanería sexual", como dice tu tío Santi, no me explicaron casi nada; pero tampoco hizo falta. Esa lección es la más sencilla y fue estupendo aprenderla (y enseñarla) con tu abuelo. No se te ocurra dejar esta carta a nadie. Y menos a ese amigo tuyo de Mundo Cristiano. No sea que me la publique.
Recibe un beso muy cariñoso tu abuela Enriqueta Autor: Enrique Monasterio
Fuente: Fluvium - Catholic.net
La educación sexual de la abuela Enriqueta
Álvaro tiene catorce años y es un buen chico aunque algo bocón, por eso metió la pata.
Resulta que fue al pueblo a ver a su abuela y de paso a ponerse al día con la empanada que cocina doña Enriqueta. Por la noche se quedaron a ver la tele y a la abuela no le parecieron bien algunos comentarios, un pelín obscenos, del presentador. Álvaro entonces puso esa cara de situación que usa cuando está con sus amigas y soltó:— Mira, abuela, tía, lo que pasa es que a ti no te dieron clase de educación sexual y estás reprimida.
Doña Enriqueta sonrió:— O abuela o tía… Las dos cosas no.
No dijo más. Pero, de vuelta en Madrid, Álvaro recibió una carta.
"Queridísimo Álvaro: Mira que eres bruto, hijo mío. También eres bueno y cariñoso cuando quieres; pero de vez en cuando se te resfría la lengua de tanto sacarla a pasear.
Ya sé que a éstas alturas ando todavía dolida por la impertinencia que me soltaste el domingo. No te preocupes; no necesitas pedirme perdón. Pero he pensado que a lo mejor te venía bien una respuesta serena de tu abuela Enriqueta.
Lecciones en casa
Mira, Alvarito. Hoy durante la misa, se me ha ocurrido que debía dar gracias a Dios por la educación sexual que recibí de mis padres. Sí, hijo, sí. Estoy persuadida de que he tenido una formación sexual de primera clase.
Como primera lección, me regalaron cuatro hermanos y tres hermanas… No sé si comprendes lo importante que es eso. Ahora hay demasiados hijos únicos, como tú, que crecen sin saber lo que es una hermana. Yo supe enseguida que los chicos y las chicas éramos muy diferentes, y aunque vivíamos juntos y hablábamos de todo, sin hacer misterios, mis padres pusieron a los chicos en la habitación grande de arriba y a nosotras en la de abajo. Como la casa era pequeña y no daba para más, con el cuarto de baño había problemas; pero nunca se nos ocurrió compartirlo con ellos.
Yo por aquella época era algo impúdica para mis cosas, y un día –debía tener once o doce años- mamá me dijo que, cuando entrara en el baño, cerrase el pestillo por dentro.
Tarea de los padres —¿Y qué más da?, le dije, entonces me habló del pudor. No podría repetir todo lo que me dijo, pero sí el final:—Mira, Enriqueta, si algún día te regalan una joya, la guardarás en un joyero, y si es muy valiosa, en una caja fuerte; no la tratarás como un juguete, ¿verdad? Bueno, pues Dios ha puesto en tu cuerpo algo más precioso que un diamante. Guárdalo con agradecimiento hasta que lo entregues por amor.
Por cierto, Álvaro, ¿habéis dado ya esa asignatura en el cole?
Es cierto que de pequeños nos contaban eso de la cigüeña; pero también me dijeron que existían los reyes magos, y ninguna de las dos fábulas nos marcaron especialmente. A los tres años descubrí que Melchor era papá, y ya por entonces ya sabía que, cuando mamá se ponía gordita, es que esperábamos un niño.
Más importante fue la lección que me daban mis padres queriéndose. Lo bonito de aquel cariño es que era tan real e irrebatible como los embarazos periódicos de mi madre; pero también era pudoroso… ¿Cómo explicarlo? Nunca se hacían arrumacos delante de nosotros –tampoco se peleaban. Sin embargo sabíamos que entre ellos había un amor fuerte como una roca, no un enamoramiento de telenovela. Y entendíamos –esta era la gran lección– que ese amor debía expresarse en un ámbito íntimo, sagrado, al que ni siquiera nosotros teníamos acceso.
Lo más natural
Así aprendí, por ejemplo, que las caricias y besuqueos en público (perdona que sea tan gráfica), además de ser vulgares y de mal gusto además de envilecer el amor y sacarlo del ámbito natural.
No necesité un cursillo para aprender que, si el amor es auténtico, no se exhibe en la vía pública. Es como aquel tesoro escondido en el campo, del que habla el Evangelio, que, cuando uno lo encuentra, "lo vuelve a enterrar" antes de venderlo todo para quedarse con el campo.
Volver a enterrar el amor cuando se encuentra, es una forma de protegerlo de los mercaderes; es hacerlo crecer como una planta para que eche raíces cada vez más hondas y ramas cada vez más libres y frutos cada vez más sabrosos… Lo siento, Álvaro, me he puesto cursi. Sólo quería decirte, para terminar, que de "fontanería sexual", como dice tu tío Santi, no me explicaron casi nada; pero tampoco hizo falta. Esa lección es la más sencilla y fue estupendo aprenderla (y enseñarla) con tu abuelo. No se te ocurra dejar esta carta a nadie. Y menos a ese amigo tuyo de Mundo Cristiano. No sea que me la publique.
Recibe un beso muy cariñoso tu abuela Enriqueta Autor: Enrique Monasterio
Fuente: Fluvium - Catholic.net
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